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martes, septiembre 6

Tecnología y ética malévola

 


 ¡Cocinar! ¡Qué gran invento! El hombre de las cavernas dio un salto en la historia cuando aprendió a hacerlo. Poco más de un millón de años atrás un anónimo “salvaje” se apoderó del fuego en alguna comarca del planeta.

Desde entonces la carne tuvo mejor sabor, el organismo humano se vigorizó pues le fue más fácil la asimilación de las proteínas y los hidratos de carbono. Hasta las rutinas de la horda cambiaron, con la luz que despedía el innovador elemento despertó las inquietudes de los primeros noctámbulos y resultó menos engorroso protegerse de los predadores. El tránsito de la especie hacia el futuro estaba asegurado por, al menos, un millón de años. Así las cosas, llegó 1942 y varios investigadores de la Universidad de Harvard y del cuerpo químico del Ejército de los Estados Unidos, dirigidos por el Dr. Louis Fieser dieron un nuevo uso al fuego: inventaron el napalm. Ya el futuro parecía incierto. La era en que los adelantos que la especie realizaba se volvieran contra ella misma había comenzado desde mucho antes, he puesto solo un ejemplo. El pasado domingo 4 de septiembre de 2022, disfruté un programa conducido por el popular periodista cubano Reynaldo Taladrid. En él entrevistaba a un médico, neurólogo. El tema de la entrevista se enfocaba en los avances de la ciencia en el conocimiento del cerebro humano y las perspectivas para la especie. Sin dudas, era para dejarse cautivar por ellos y así lo hice. Pronto el asunto se amplió, pues nuestra especie quiere un futuro pródigo. Unos instantes después el diálogo televisivo pasó de la ciencia a la ciencia ficción, pues el conocimiento sobre el cerebro parece encaminarse a la fusión hombre-máquina y sus consecuencias. De inmediato apareció la desconfianza: que si el hombre pudiera manipular a otros semejantes para hacer lo que no quisieran o que los robots pudieran llegar a tener conciencia, autoconstruirse y aliarse contra el hombre. El médico entrevistado salió bien parado del intercambio. Desde su parcela profesional, cree que para curar determinadas enfermedades no es necesario desplegar tal aparataje tecnológico. Así confinó los peligros. Me dejó pensando: ¿y qué creen los científicos empeñados en labores más allá de la medicina?, ¿sería lógico obviar el avance tecnológico solo para evitar la materialización de supuestos presagios? He leído que el empleo de los resultados científicos debe regularlo cierta ética y vuelvo a preguntarme: ¿la ética que permitió arrojar bombas nucleares sobre los japoneses en 1945?, ¿la ética de “resolver” las diferencias mediante la imposición, el chantaje y las guerras? Para ser sincero, no tengo la menor reserva en presentarme como un pesimista en el asunto. Da la impresión que los tecnólogos capaces de crear tan “adelantados” robots nunca pensaran más allá de las habilidades “mecánicas” del ingenio. A una máquina tan sofisticada debe enseñársele, y si es tan perfecta es casi seguro que pueda aprender, ética. Pero me refiero a ética genuina, no la que hemos practicado los seres humanos a través de la historia. Ya decía José de la Luz y Caballero —y nada más voy a parafrasearlo— que educar solo puede hacerlo quien sea un evangelio vivo. Creo que el gran peligro de la humanidad no es la tecnología, son los hombres. Somos una especie capaz de los actos más sublimes pero también de los más censurables. Aunque no siempre coincido con él, pero Fernand Braudel ha planteado —y vuelvo a parafrasear, no a citar— que en la historia es más fácil que cambien las estructuras materiales que las del pensamiento. A menudo Braudel tiene razón, —aunque existen estructuras de pensamiento, como las referidas a algunos tópicos estéticos, pongo por caso las concepciones sobre la moda, que cambian a una velocidad asombrosa— en nuestro tiempo histórico el pensamiento tecnológico parece ir delante del ético. Cada día el planeta está amenazado por el cambio climático. ¿Se nota una preocupación especial por tal fenómeno o solo escuchamos sus posibles efectos en espacios muy “especializados”?, ¿dónde están las acciones globales efectivas de nuestra especie para afrontar tan cataclísmico fenómeno? ¿No es esta actitud una manifestación ética? La cantidad de fallecidos en accidentes de tránsito es espeluznante, otro tanto ocurre con los accidentes del trabajo. Juntas suman igual cantidad de bajas que las que se producen en cualquier guerra. ¿Hemos movilizado de forma eficaz nuestro esfuerzo hacia estas realidades?, ¿no afectan esos muertos a nuestra ética? Por otro lado, los científicos sociales debemos estar preocupados. Tenemos un importante papel a jugar en este problema. La humanidad necesita la “construcción” de una ética a la altura de los desafíos que el presente y el futuro cercano nos impone. Filósofos, sociólogos, psicólogos, comunicadores sociales, pedagogos, historiadores, juristas y otros colegas, junto a tecnólogos —digo físicos, químicos, biólogos, médicos, informáticos, ingenieros mecánicos, etc.— y no dejo fuera a los teólogos porque el desafío es tan serio que merece resolverse de manera inclusiva; debe tratarse desde la razón, el lenguaje, el sentimiento y hasta la fé. Si el aire se enrareciera nadie podría respirar, cualquiera sea la disciplina donde se alinee. Me parece que el camino a la tecnología debe quedar explícito, sin reservas, sin temores. Recelemos y, a la vez, confiemos más en nuestros semejantes, somos el principal “material” a transformar. La tecnología dará lo que nosotros seamos capaces de enseñarle con nuestra ética. Y la ética que necesitamos está por surgir. Debe ser obra paulatina y de ensayos empíricos en la sociedad. Nada que no sea fruto de la experiencia humana puede nutrir su espíritu… ni el de los robots que seamos capaces de construir.

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