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lunes, abril 20

El ADN del neoliberalismo



El neoliberalismo nació con alergia. Lo afirmo de manera rotunda tras leer a John Brown. Según él, el liberalismo, padre de su vástago contemporáneo, padeció de urticaria a la historia y la enfermedad estaba impregnada en sus genes. Tal certeza la desarrolla este filósofo español, nacido en Marruecos y bautizado como Juan Domingo Sánchez Estop, en su libro La dominación liberal. Ensayo sobre el liberalismo como dispositivo de poder.
Al decir de Brown, el liberalismo pretende presentarse como doctrina eterna, sin principio ni fin. Según un jocoso amigo a quien consulté, quiere ser más antiguo que la humanidad, aun cuando una parte de ésta fuera quien lo concibiera y lo desarrollara.
El liberalismo, como doctrina que defiende las libertades individuales frente a la intervención del Estado, ha elaborado toda una versión sobre si mismo. Según sus creadores, constituye una conquista suprema del hombre. Cuando uno escucha esto, pasa a defenderlo casi de manera automática. Entonces el liberalismo ríe.
Según Brown, sus epígonos lo presentan como el antídoto contra las tiranías y hasta lo dividen en liberalismo económico y liberalismo político para ocultar su faz impositiva. Cuando el estudioso hispano marroquí penetra en su esencia descubre su temor a las revueltas, esto es, a las revoluciones, de ahí que reivindique a la Ilustración en el plano moral.
Todavía recuerdo cuando lo estudiaba en mi carrera y los docentes me enseñaban a percibir la continuidad y la ruptura en él. Continuidad porque era la teoría de la misma clase, la burguesía, para mantenerse en el poder. Por tanto, arrastraba tras de si todo lo positivo del Iluminismo. Ruptura porque en su etapa anterior luchaba por el poder y era adicto a las revueltas del “pueblo”; se manifestaba como el partidario más decidido de los movimientos revolucionarios. No obstante, justo cuando alcanzaba el poder, comenzaba su rechazo a las revueltas, quien las preconizaba no era el “pueblo” sino el “populacho” y era ferviente defensor del movimiento social “evolutivo”. Ya no eran tiempos de revoluciones, según su concepción. Así fue como la historia cambió su léxico.
En su análisis Brown comienza por el liberalismo para terminar en el neoliberalismo como extensión actual del primero. Recorre un camino conceptual complejo y rico en definiciones. En oportunidades tuve la expresión de leerme a Marx, pero no reconocí sus ideas de El Capital o de las obras más conocidas. Me llamó la atención la recurrencia a autores europeos: Foucault, Kant, Mercier, Bastiat, Rosanvallon, Carl Smitt.  ¡Cuánto me hubiese gustado encontrar referencias a pensadores de otros confines!
Las buenas intenciones son la base de los planteamientos de este autor. Defiende una causa justa y con mucha actualidad. Su libro es bueno y todo buen libro debe hacer pensar. Él lo logra. Desde esa arista quedé con una serie de interrogantes. Cuanto Brown expresa tiene como centro a Europa. Es el continente donde el autor se desarrolla, su contexto. Fue el centro del mundo antiguo, medieval, moderno y basifica a parte de los centros del poder mundial actual. La vieja Europa es hoy un hervidero deposiciones sociopolíticas. Pero no todas marcan el derrotero del mundo.
Cuando encontré en sus páginas la pureza de las ideas de Brown sobre la “dictadura del proletariado” me trasladé a otros contextos. Pensé en Mao Tse Dong  y su revolución socialista de base campesina. No pude evitar una ojeada a las críticas al “socialismo africano” por aglutinar a la pequeña burguesía. Pasaron como un flashazo las inconformidades de los 70 por el “eurocomunismo”. Recordé a Allende resistiendo nada menos que a la izquierda, empecinada en apresurar el proceso de transformaciones iniciado en un Chile convulso. Vino a mi mente la amplia base social que ha movilizado el llamado socialismo del siglo XXI en la Latinoamérica de nuestros días.
Decididamente, el libro de Brown me hace exclamar ¡Como cambian los tiempos! ¡Y hay que cambiar con ellos!

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