El neoliberalismo nació con
alergia. Lo afirmo de manera rotunda tras leer a John Brown. Según él, el
liberalismo, padre de su vástago contemporáneo, padeció de urticaria a la
historia y la enfermedad estaba impregnada en sus genes. Tal certeza la
desarrolla este filósofo español, nacido en Marruecos y bautizado como Juan
Domingo Sánchez Estop, en su libro La
dominación liberal. Ensayo sobre el liberalismo como dispositivo de poder.
Al decir de Brown, el
liberalismo pretende presentarse como doctrina eterna, sin principio ni fin.
Según un jocoso amigo a quien consulté, quiere ser más antiguo que la
humanidad, aun cuando una parte de ésta fuera quien lo concibiera y lo
desarrollara.
El liberalismo, como doctrina
que defiende las libertades individuales frente a la intervención del Estado,
ha elaborado toda una versión sobre si mismo. Según sus creadores, constituye
una conquista suprema del hombre. Cuando uno escucha esto, pasa a defenderlo
casi de manera automática. Entonces el liberalismo ríe.
Según Brown, sus epígonos lo
presentan como el antídoto contra las tiranías y hasta lo dividen en
liberalismo económico y liberalismo político para ocultar su faz impositiva.
Cuando el estudioso hispano marroquí penetra en su esencia descubre su temor a
las revueltas, esto es, a las revoluciones, de ahí que reivindique a la Ilustración en el
plano moral.
Todavía recuerdo cuando lo
estudiaba en mi carrera y los docentes me enseñaban a percibir la continuidad y
la ruptura en él. Continuidad porque era la teoría de la misma clase, la
burguesía, para mantenerse en el poder. Por tanto, arrastraba tras de si todo
lo positivo del Iluminismo. Ruptura porque en su etapa anterior luchaba por el
poder y era adicto a las revueltas del “pueblo”; se manifestaba como el
partidario más decidido de los movimientos revolucionarios. No obstante, justo
cuando alcanzaba el poder, comenzaba su rechazo a las revueltas, quien las
preconizaba no era el “pueblo” sino el “populacho” y era ferviente defensor del
movimiento social “evolutivo”. Ya no eran tiempos de revoluciones, según su
concepción. Así fue como la historia cambió su léxico.
En su análisis Brown comienza
por el liberalismo para terminar en el neoliberalismo como extensión actual del
primero. Recorre un camino conceptual complejo y rico en definiciones. En
oportunidades tuve la expresión de leerme a Marx, pero no reconocí sus ideas de
El Capital o de las obras más conocidas. Me llamó la atención la recurrencia a
autores europeos: Foucault, Kant, Mercier, Bastiat, Rosanvallon, Carl
Smitt. ¡Cuánto me hubiese gustado
encontrar referencias a pensadores de otros confines!
Las buenas intenciones son la
base de los planteamientos de este autor. Defiende una causa justa y con mucha
actualidad. Su libro es bueno y todo buen libro debe hacer pensar. Él lo logra.
Desde esa arista quedé con una serie de interrogantes. Cuanto Brown expresa
tiene como centro a Europa. Es el continente donde el autor se desarrolla, su
contexto. Fue el centro del mundo antiguo, medieval, moderno y basifica a parte
de los centros del poder mundial actual. La vieja Europa es hoy un hervidero deposiciones sociopolíticas. Pero no todas marcan el derrotero del mundo.
Cuando encontré en sus páginas
la pureza de las ideas de Brown sobre la “dictadura del proletariado” me
trasladé a otros contextos. Pensé en Mao Tse Dong y su revolución socialista de base campesina.
No pude evitar una ojeada a las críticas al “socialismo africano” por aglutinar
a la pequeña burguesía. Pasaron como un flashazo las inconformidades de los 70
por el “eurocomunismo”. Recordé a Allende resistiendo nada menos que a la
izquierda, empecinada en apresurar el proceso de transformaciones iniciado en un
Chile convulso. Vino a mi mente la amplia base social que ha movilizado el
llamado socialismo del siglo XXI en la Latinoamérica de nuestros días.
Decididamente, el libro de
Brown me hace exclamar ¡Como cambian los tiempos! ¡Y hay que cambiar con ellos!
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