Se ha vuelto historia un
grande y ha dejado días de impresiones fuertes. He escuchado el decir de
muchos sobre Fidel y en el balance se ha impuesto el cariño y la admiración. También
han existido disonancias. Me
sorprenden algunas; provienen de personas a quienes he profesado respeto y en quienes siempre supuse que anidara una consideración elementalmente humana.
sorprenden algunas; provienen de personas a quienes he profesado respeto y en quienes siempre supuse que anidara una consideración elementalmente humana.
Después de haber
visto pasar el cortejo fúnebre frente a mi, recordé que a dos cuadras de
allí está el lugar donde lo ví en persona por primera vez. Era el 7 de
noviembre de 1965 y Fidel había
venido a inaugurar uno de los tantos hospitales, de esa retahíla de
instalaciones similares que, poco a poco, encontraron espacio en la geografía cubana.
Para mí, esa noche Fidel
dejó de ser una referencia de la radio o del periódico para convertirse en
una figurita minúscula que yo observaba a más de doscientos metros de
distancia, por encima de un mar de personas que escuchaban, comentaban,
aplaudían y, de vez en cuando, proferían gritos de apoyo, típicos del diálogo que Fidel
acostumbraba a establecer con las multitudes.
Hoy es difícil encontrar, entre las generaciones surgidas a
partir de entonces, a alguien del norte oriental que no haya nacido en ese
hospital, a alguien que no haya
restablecido su salud en alguna de sus salas o sus consultas y ¿por qué no? A
alguien que no guarde el recuerdo de un ser querido arrebatado por la muerte, a
pesar del esfuerzo de los profesionales que allí han laborado. Al fin y al
cabo, los profesionales educados por Fidel
son médicos y no magos.
Digo más, entre los galenos del territorio abundan quienes
hicieron sus prácticas en esa instalación, porque además de hospital, el
“Lenin”, como todos lo conocemos, se convirtió en escuela para nuevos galenos,
enfermeras y personal paramédico. Así ha germinado aquella semilla de Fidel en estos 50 años.
Pero mi imagen de Fidel conformada esa noche, cambiaría
al día siguiente. A media mañana, recibía las clases de cuarto grado en la
escuela Joe Westbrook, de la muy humilde barriada holguinera de Alcides Pino. De
repente, los gritos de Clemencia, la directora de la escuela, nos hicieron saltar de los pupitres.
− ¡Ahí viene Fidel!
¡Ahí viene Fidel! − gritaba
Clemencia.
En mi mente surgió una interrogante: “¿Qué podía hacer Fidel, un primer ministro, perdido
entre tantos callejones de pobreza?” Al cabo
de los años, tras crecer conociendo a Fidel,
he podido responderme: Fidel visitó
al marginal barrio de Alcides Pino preocupado por su pobreza.
Elsa, nuestra maestra, llegó presta a la puerta y nos la
señaló como límite en nuestro avance. El espontáneo caos se convirtió en
expectativa observadora. En la calle había dos jeep, o yo solo pude ver dos.
Por la ventanilla derecha de uno, flanqueado por dos escoltas, se podía ver a Fidel en su dinámica escucha con
Clemencia.
La buena mujer tenía
sobradas razones que brindarle a Fidel.
Niños de mi edad y aún menores, abundaban en nuestro barrio. Éramos parte de la
explosión demográfica que experimentaba el país en esos años y a la naciente revolución de Fidel
no le había dado tiempo a construir todas las escuelas necesarias.
El plantel tenía dos aulas edificadas después de 1959, los
educandos nos apretujábamos en ellas sin mucha conciencia de que superábamos el
número de los concebidos en su diseño. Al
frente, en un local abandonado por sus propietarios, con el techo a medio
construir, repletas de infantes, hacían esfuerzos por funcionar dos aulas más,
y en el propio corredor se habían creado las condiciones mínimas para que otro
nutrido grupo recibiera las clases.
La solución se había enredado en una madeja de trámites.
Había un proyecto de tres aulas, en forma de celdas de panales de abejas, que
no cabían en el terreno aledaño al inmueble ya existente. Fidel escuchó y partió, mientras la escuela explotaba en el
bullicio del alumnado.
Al día siguiente nos pusieron a redactar una composición
sobre la visita de Fidel. Quise
volcar mis impresiones sobre el papel lo mejor que pude y recuerdo que terminé
aquellos párrafos mínimos con esta observación: “su barba me parecía un
corazón, el corazón de Cuba.”
Pasadas unas semanas llegaron unos constructores enviados
por Fidel y en los meses que
restaban al curso escolar, en el mismo espacio donde los arquitectos habían
sido incapaces de acomodar tres aulas, ellos construyeron cuatro y dos baños mediante los métodos
constructivos tradicionales. El local del frente se convirtió en una construcción de dos modernas aulas con espacio
para la dirección y todo se inauguró cuando comenzó el nuevo curso, en septiembre
de 1966.
Yo había visto a Fidel
como al Quijote: “desfaciendo entuertos”.
Había sido testigo del crecimiento de los servicios médicos y educacionales en
solo un manojo de días de mi infancia. Sin embargo, necesité más años para comprender su obra mayor.
Hay quienes enaltecen a la salud y la educación por el hecho
de ser gratuitos y, en verdad, merecen destacarse. No obstante, la gran
diferencia radica en que hoy no se pide agradecimiento a cambio, como los
politiqueros de antaño. Hoy constituyen un derecho materializado por la
revolución de Fidel. El
agradecimiento genuino es por elevar la dignidad del hombre y, desde la nueva altura,
mostrarnos lo que podemos hacer todavía por nuestros semejantes. Así lo aprendí de Fidel y ese es el Fidel que
quiero ser, aunque el fin de mis días ya no esté tan lejano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario