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lunes, marzo 27

Fidel



Se ha vuelto historia un grande y ha dejado días de impresiones fuertes. He escuchado el decir de muchos  sobre Fidel y en el balance se ha impuesto el cariño y la admiración. También han existido disonancias. Me
sorprenden algunas;  provienen de personas a quienes he profesado respeto y en quienes siempre supuse que anidara una consideración elementalmente humana.
Después de haber  visto pasar el cortejo fúnebre frente a mi, recordé que a dos cuadras de allí está el lugar donde lo ví en persona por primera vez. Era el 7 de noviembre de 1965 y Fidel había venido a inaugurar uno de los tantos hospitales, de esa retahíla de instalaciones similares que, poco a poco, encontraron espacio en la geografía cubana.
Para mí, esa noche Fidel dejó de ser una referencia de la radio o del periódico para convertirse en una figurita minúscula que yo observaba a más de doscientos metros de distancia, por encima de un mar de personas que escuchaban, comentaban, aplaudían y, de vez en cuando, proferían gritos de apoyo, típicos del diálogo que Fidel acostumbraba a establecer con las multitudes.
Hoy es difícil encontrar, entre las generaciones surgidas a partir de entonces, a alguien del norte oriental que no haya nacido en ese hospital, a alguien  que no haya restablecido su salud en alguna de sus salas o sus consultas y ¿por qué no? A alguien que no guarde el recuerdo de un ser querido arrebatado por la muerte, a pesar del esfuerzo de los profesionales que allí han laborado. Al fin y al cabo, los profesionales educados por Fidel son médicos y no magos.
Digo más, entre los galenos del territorio abundan quienes hicieron sus prácticas en esa instalación, porque además de hospital, el “Lenin”, como todos lo conocemos, se convirtió en escuela para nuevos galenos, enfermeras y personal paramédico. Así ha germinado aquella semilla de Fidel en estos 50 años.
Pero mi imagen de Fidel conformada esa noche, cambiaría al día siguiente. A media mañana, recibía las clases de cuarto grado en la escuela Joe Westbrook, de la muy humilde barriada holguinera de Alcides Pino. De repente,  los gritos de Clemencia,  la directora de la escuela,  nos hicieron saltar de los pupitres.
− ¡Ahí viene Fidel! ¡Ahí viene Fidel! − gritaba Clemencia.
En mi mente surgió una interrogante: “¿Qué podía hacer Fidel, un primer ministro, perdido entre tantos callejones de pobreza?” Al cabo de los años, tras crecer conociendo a Fidel, he podido responderme: Fidel visitó al marginal barrio de Alcides Pino preocupado por su pobreza.
Elsa, nuestra maestra, llegó presta a la puerta y nos la señaló como límite en nuestro avance. El espontáneo caos se convirtió en expectativa observadora. En la calle había dos jeep, o yo solo pude ver dos. Por la ventanilla derecha de uno, flanqueado por dos escoltas, se podía ver a Fidel en su dinámica escucha con Clemencia.
La buena mujer tenía sobradas razones que brindarle a Fidel. Niños de mi edad y aún menores, abundaban en nuestro barrio. Éramos parte de la explosión demográfica que experimentaba el país en esos años y a la naciente revolución de Fidel no le había dado tiempo a construir todas las escuelas necesarias.
El plantel tenía dos aulas edificadas después de 1959, los educandos nos apretujábamos en ellas sin mucha conciencia de que superábamos el número de los concebidos en  su diseño. Al frente, en un local abandonado por sus propietarios, con el techo a medio construir, repletas de infantes, hacían esfuerzos por funcionar dos aulas más, y en el propio corredor se habían creado las condiciones mínimas para que otro nutrido grupo recibiera las clases.
La solución se había enredado en una madeja de trámites. Había un proyecto de tres aulas, en forma de celdas de panales de abejas, que no cabían en el terreno aledaño al inmueble ya existente. Fidel escuchó y partió, mientras la escuela explotaba en el bullicio del alumnado.
Al día siguiente nos pusieron a redactar una composición sobre la visita de Fidel. Quise volcar mis impresiones sobre el papel lo mejor que pude y recuerdo que terminé aquellos párrafos mínimos con esta observación: “su barba me parecía un corazón, el corazón de Cuba.”
Pasadas unas semanas llegaron unos constructores enviados por Fidel y en los meses que restaban al curso escolar, en el mismo espacio donde los arquitectos habían sido incapaces de acomodar tres aulas, ellos construyeron cuatro  y dos baños mediante los métodos constructivos tradicionales. El local del frente se convirtió en una construcción de dos modernas aulas con espacio para la dirección y todo se inauguró cuando comenzó el nuevo curso, en septiembre de 1966.
Yo había visto a Fidel como al Quijote: “desfaciendo entuertos”. Había sido testigo del crecimiento de los servicios médicos y educacionales en solo un manojo de días de mi infancia. Sin embargo, necesité más años para  comprender su obra mayor.
Hay quienes enaltecen a la salud y la educación por el hecho de ser gratuitos y, en verdad, merecen destacarse. No obstante, la gran diferencia radica en que hoy no se pide agradecimiento a cambio, como los politiqueros de antaño. Hoy constituyen un derecho materializado por la revolución de Fidel. El agradecimiento genuino es por elevar  la dignidad del hombre y, desde la nueva altura, mostrarnos lo que podemos hacer todavía por nuestros semejantes.  Así lo aprendí de Fidel y ese es el Fidel que quiero ser, aunque el fin de mis días ya no esté tan lejano.

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