La defensa de lo propio es una divisa ineludible. La dinámica mundial lo ha impuesto. Por siglos, imperó una concepción colonizadora, donde el hombre expresaba su grado de civilización, en la medida en que hubiese asimilado los patrones en uso dentro de las respectivas metrópolis.
El proceso liberador desplegado por los pueblos dominados elevó a primer plano sus personalidades políticas y culturales. Aunque el cordón umbilical cultural que los unía al ambiente europocentrista quedó intacto, o poco afectado, dicho estatus generó posiciones para emanciparse en el terreno de los hábitos, las costumbres, las concepciones, etc. También resulta cierta la aspiración y acción que los peculiariza.
En nombre de esos nobles principios liberadores se multiplicó el afán identitario de lo “nuestro”. Como es común enciertos procesos humanos, junto a las posiciones más consecuentes, también florecieron los nacionalismos extremos, de exacerbados sentimentalismos regionalistas y hasta caudillistas o personalistas.
Llegados a esos extremos, la fortaleza identitaria de una comunidad comenzó a medirse por la solidez de las murallas que levantaba frente al mundo y por la reproducción constante – de tendencia aislacionista – de sus rasgos y relaciones más típicos.
El Héroe Nacional de Cuba, José Martí, en su defensa de los valores inherentes a los pueblos surgidos al sur del río Bravo, comenzó por reconocerles su identidad y sus esperanzas y afanes de conquista en el plano social, cultural, económico, político y tantas otras esferas de desempeño.
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Pero Martí también proyectó sus ideas contra los extremismos. Al referirse al “tronco” de nuestras repúblicas, señalaba los principios irrenunciables de su posición genuinamente latinoamericana. Más, acompañó tal definición invitándonos a vivir interconectados.
“Injértese el mundo” fue su llamado. Para argumentarlo, inició las líneas de ese magnífico ensayo que es “Nuestra América”, con una crítica a las posiciones inconsecuentes del hombre cotidiano. No por “aldeano” fue incisivo con él, sino por “vanidoso”, porque hay mucho mundo más allá de cualquier aldea. En ese mundo también hay virtudes que aquilatar y causas justas por defender.
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