Bolívar había perdido su filo
revolucionario. Era una venerable estatua sobre un pedestal de mármol, incapaz
de transformar el mundo de hoy. Así lo había retratado la historiografía
decimonónica y de la centuria siguiente.
Sus cultores rechazaban al hombre
que llamase a terminar los cambios que un día había iniciado. Preferían un adorable
adalid de viejas campañas sin mayor trascendencia en el presente.
Mientras en Europa una clase
luchaba por el poder político en naciones consideradas independientes, en este
lado del Atlántico el primer problema era la independencia política. Chávez,
conocedor profundo de las entrañas pensantes de Bolívar, reconoció en la independencia
de España una soberanía trunca. No en balde el bicentenario de ese
acontecimiento ha sido tan polémico. América Latina esperaba por su segunda
independencia. Martí, discípulo aventajado de Bolívar lo había expresado así.
Neocolonialismo e imperialismo
malograron durante dos siglos el fruto bolivariano.
Bolívar tuvo en su tiempo una
segunda visión. La independencia solo perduraba si los débiles se unían durante
la propia lucha por conquistarla o una vez lograda. El mundo de la primera
mitad del siglo XIX operaban las contradicciones entre potencias, pero, llegado
el momento, ellas eran capaces de formar coaliciones.
A unirse, a integrarse llamó el
Libertador Bolívar. Tuvo en el panamericanismo monroista al enemigo de sus
aspiraciones. La Gran
Colombia fue su propuesta salvadora. Confiaba en la identidad
de culturas de los pueblos que llamaba a integrarla y en la necesidad que
tenían de actuar mancomunadamente.
Bolívar vio triunfar a los
intereses del norte cuando sabotearon el Congreso de Panamá. La integración
durmió en la cuna de las revoluciones del porvenir. Fue despertada por Chávez
cuando el neoliberalismo sustituía al panamericanismo y lanzaba a los ingenuos
su propuesta de Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA). Bolívar
renació en el ALBA, en UNASUR, CELAC y en todas las iniciativas que hoy toman
cuerpo entre los países por los que él luchó.
Pero había un tercer elemento.
Bolívar conocía que la liberación total del hombre solo es posible cuando se le
libera de la enajenación cultural donde había permanecido por centurias.
Depositó en la educación su esperanza de materializarla, pero no una educación
tradicional. Bolívar clamaba por una educación renovadora, impartida no solo
desde las aulas. Al ser humano se le libera de la pobreza material y espiritual
cuando se le guía y acompaña en su propia acción emancipadora, dentro de
cualquier ámbito donde la realice.
Bolívar conocía los peligros que
acunaban en las dotes culturales y advertía “el imperio de la costumbre produce
el efecto de la obediencia a las potestades establecidas”[1].
En su concepción de respeto a la tradición funcionaba el principio de la
crítica. Al hombre americano debía transformársele integralmente para los
tiempos venideros.
En Chávez también encontró un
puerto seguro esa concepción. Desató múltiples campañas por la emancipación
espiritual de los venezolanos. Alfabetización, medicina, empleo y múltiples
aspectos más constituyen el objetivo de las misiones y programas que
implementó.
Sin embargo, el mecanismo secreto
para impulsarlo todo no lo creó él, lo tomó de Bolívar. Ha consistido en
colocar al pueblo como protagonista de su propia transformación.
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