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miércoles, marzo 28

El Santo Padre en Cuba

La noticia ha levantado muchas expectativas. El Santo Padre llegó a Santiago de Cuba. La vida cotidiana tomó otro derrotero en la ciudad del oriente cubano. Al paso de la máxima autoridad de la religión católica en el planeta los pobladores de aquella urbe han acudieron a saludarle.

Lo mismo católicos que protestantes o practicantes de los diversos cultos de origen africano, o los creyentes en el espiritismo, en cualquiera de sus variantes, - por solo mencionar algunas denominaciones - tanto como los no creyentes, le han rendido muestras de admiración, respeto y cariño al Santo Padre, Benedicto XVI. La expresión no es, necesariamente, un acto unilateral de fe. La propia existencia de tantas denominaciones demuestra que el pensamiento religioso posee una rica diversidad en la Isla.

Aunque el viaje del Santo Padre coincide con la celebración del cuatrocientos aniversario de la aparición de la Virgen de la Caridad, la Patrona de Cuba, los intereses no se mueven, únicamente, en el ámbito religioso. Diría más, tienen como centro las relaciones entre los directivos católicos cubanos y el Gobierno.

El antecesor del Santo Padre logró un avance importante con su visita de 1998. Aquella donde parecía que sobrevendría el Apocalipsis, por el encuentro entre los máximos representantes del sobreviviente comunismo mundial y un Papa acompañado por rumores de anticomunismo en su praxis diaria.

La situación ha cambiado, ya el diálogo existe. La Iglesia pretende ahora aumentar su presencia en la práctica social cubana, así lo ha expresado el Santo Padre a su llegada a Santiago.

Las intenciones de distensión se han dejado ver por los integrantes del Gobierno: meses atrás quedaron en libertad un número alto de reclusos por motivos políticos. No quedan demandas en ese sentido. Sí en el de los cubanos de la Isla que esperan por los cinco hombres castigados por las leyes estadounidenses. ¿Podrá hacer algo al respecto el Santo Padre? La interrogante permanece como tal. Nada se puede adelantar al respecto.

Los discursos intercambiados entre el Santo Padre y el presidente cubano carecen de la carga mutua de inculpaciones disimuladas con recursos retóricos. Las ceremonias expresan más que el discurso. De su significado simbólico bien se pudiera redactar un tratado.

Las ideas que expresan, ambas partes, son las de personalidades comprometidas con el curso de los acontecimientos. Son hombres diferentes a Poncio Pilatos, no dejan correr la historia entre sus manos sin tomar posiciones.

El Santo Padre y Raúl Castro tienen su verdad, la proclaman y defienden, la ven, como testigo cotidiano, en cada suceso. Puede parecer que cada uno muestra una verdad propia. Sin dudas, es una verdad cargada de las peculiaridades de quien la proclama; mas, resulta también una verdad convergente. Los seres humanos tienen principios muy altos para inspirarse. Ellos aportan unidad a las posiciones diversas.





Las conversaciones tienen mucho peso, reclamaron más de un espacio. Tuvieron al presidente, al vicepresidente del país y luego al líder histórico como interlocutores con los representantes del Vaticano.

Es de esperar que el camino abierto por el Santo Padre, Juan Pablo II,  en su visita anterior, permita prolongar y ampliar los escenarios de comprensión recíproca. El mayor beneficiado es el pueblo cubano.

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