expr:class='"loading" + data:blog.mobileClass'>

Translate

martes, febrero 8

El gentilicio español visto en la distancia


Polémica resulta la designación de “español” para los habitantes de la península ibérica. Lo es, más para ellos mismos que para quienes no convivimos en aquel ámbito. En el centro de los conflictos están los fuertes lazos identificativos que ostentan buena parte de las regiones.

Hoy existen quienes prefieren ser llamados vascos, gallegos o catalanes – por solo mencionar algunos – antes que aceptar el calificativo de español. Muy variadas pueden ser las causas de esta actitud y no es la pretensión de estas líneas el penetrar en cada una de ellas, ni siquiera en las principales, tan solo actualizar en ciertos argumentos que se brindan por los defensores de una u otra posición.

Ciertas teorías sustentan una base cultural común que permite la defensa del gentilicio “español”. En busca de esas raíces retroceden en el tiempo por más de cinco centurias. En ese viaje al pasado se detienen, justamente, en el violento proceso desplegado durante la confrontación con los “moros”.

Sin lugar a dudas, el enfrentamiento al musulmán provocó cierto “olvido” de las diferencias internas. Tampoco sería válido ignorar que en los combates creció el orgullo español. Mas, las disimilitudes culturales eran imposibles de borrar, a pesar de las “hazañas” de la Reconquista.

Según otros estudiosos, la base material de la monarquía española cobró solidez con la unión de Aragón, Castilla y Granada. No obstante, este paso era aun insuficiente para contemplarla como una monarquía absoluta capaz de homogeneizar los perfiles culturales ibéricos.

Los intentos de los soberanos en pos de la centralización política se dirigieron contra las Cortes y los Ayuntamientos, instituciones de larga data en las tradiciones políticas y sociales de la península.


En la limitación al poder real incidió la fuerza alcanzada por dichas instituciones durante la Reconquista. Ella fue un proceso consumado mediante la liberación sucesiva de porciones de territorio; cada una se convirtió en reino autónomo con ínfulas de “nacionalidad” conformada. Emitieron múltiples leyes y sirvieron de acogedor nicho de acrisolamiento para buena parte de las costumbres regionales durante esa etapa.

Las conquistas también engendraron un poder férreo en los nobles, muy difícil de doblegar por los monarcas. Se fortalecieron las ciudades y pueblos del interior en su enfrentamiento al musulmán y cierto sentido de pertenencia, ligado a las posibilidades de sobrevivir, unió a múltiples comunidades en torno a ellas.

A su vez, la configuración peninsular y el intercambio comercial con las posesiones en la bota italiana contribuyeron a jerarquizar las ciudades marítimas en un sentido similar al de los asentamientos anteriores.

Debe agregarse, que durante los ochocientos años de luchas contra los árabes distaron de borrarse las costumbres inherentes a cada territorio. Hacia el final del proceso, en la parte septentrional predominaban costumbres de los godos y vándalos, mientras en la mitad meridional tenían particular fortaleza los hábitos de los propios árabes.

A tenor con esta teoría, el proceso de transculturación dentro del escenario ibérico, que recoge Fernando Ortiz en su obra cumbre, previo al que fuera parte de su atención para la mayor de Las Antillas, no tuvo como resultado un sujeto cultural único, ni homogéneo.

Resulta muy difícil encontrar una unidad cultural en esas condiciones, capaz de sostener una nacionalidad española. Su origen, si es que realmente está conformada, debe buscarse en otros procesos etnohistóricos.

No hay comentarios: