Bolívar había perdido su filo
revolucionario. Era una venerable estatua sobre un pedestal de mármol, incapaz
de transformar el mundo de hoy. Así lo había retratado la historiografía
decimonónica y de la centuria siguiente.
Sus cultores rechazaban al hombre
que llamase a terminar los cambios que un día había iniciado. Preferían un adorable
adalid de viejas campañas sin mayor trascendencia en el presente.